jueves, 24 de junio de 2010


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“El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir”, dijo alguna vez la vieja Josefa Caixinha, abuela de José Saramago. La memoria de estas palabras oídas en su infancia, cuando era tan sólo un niño campesino que caminaba descalzo, las inmortalizaría este escritor portugués en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, en 1998. “No dijo miedo de morir, dijo pena de morir”, llamó la atención Saramago en esa breve alocución en la que aceptaba convertirse en uno de los grandes de la historia. Ese pequeño inciso, esa necesidad de reparar en la diferencia entre el miedo y la pesadumbre, lo hizo Saramago conjurando, sin saber, la ruta de su propio destino. José Saramago murió el viernes a los 87 años, a las 12:30 horas en su domicilio de Lanzarote, España. El escritor murió acompañado de su familia, despidiéndose de una forma serena y plácida. Después de salir adelante de tantos achaques el miedo a morir seguro estaba vencido, quedaba quizá sólo algo de pena de morir.

Saramago ya se había enfrentado a la muerte. En 2005 había escrito Las intermitencias de la muerte, pero no como una disertación lejana, más bien ya con la certeza de que la muerte le era tangible y anunciaba irremediablemente su presencia en su cuerpo cansado. Se enfrentó luego, en 2008, cuando sus ojos enormes casi inundaban toda su cara y su humanidad parecía desaparecer entre sus escasos 51 kilos (siempre pesó 71kg). Un hipo lo atormentaba y casi se despide de su amor y esposa, Pilar del Río, en un hospital.

Pero el autor que se consagraría en 1982 con su novela Memorial del convento y luego en 1984 con El año de la muerte de Ricardo Reis, se recuperaría, y unos meses después, con una sonrisa en la cara, este hombre melancólico y escaso de risa, que decía haber aprendido a no manifestar corporalmente ninguno de sus sentimientos, publicaría con humor gozoso El viaje del elefante.

Con una carátula estridentemente amarilla y un elefante fucsia en el medio, Saramago volvería a las librerías gritando con alaridos que seguía vivo y que la vida aún le daba para contar las odiseas del rey de Portugal João III, quien se empeñó en trasladar hasta Viena un elefante indio que quería dar como regalo a su primo, el archiduque de Austria.

El Premio Nobel portugués volvería a arremeter en la prensa internacional cuando anunció que abriría un blog en la web, el cual bautizó “Los cuadernos de Saramago”, un lugar de resistencia en donde confesaría sentir como “si fuera a volver a empezar”.

Después de 16 novelas publicadas, paradójicamente fue la red su lugar de libertad, en donde sus alientos políticos, sus pasiones comunistas y su afán por reflexionar sobre estos “tiempos de plomo” se hicieron más vividos. Fue en su blog en donde una vez posicionado Obama le escribió sin reservas, sin censuras de ningún editor, que debía detener el bloqueo económico a Cuba y cerrar Guantánamo. Fue también ahí en donde sus millones de seguidores conocieron la desgarradora historia del ex diputado Sigifredo López, liberado en 2009: “Nunca he podido alardear de firmeza emocional. Lloro con facilidad, y no por culpa de la edad. Pero esta vez me vi obligado a romper en sollozos cuando Sigifredo, para expresar su infinita gratitud a Piedad Córdoba, la comparó con la mujer del médico de Ensayo sobre la ceguera. Pónganse en mi lugar, miles de kilómetros me separaban de aquellas imágenes y de aquellas palabras y el pobre de mí, deshecho en lágrimas, no tuvo otro remedio que refugiarse en el hombro de Pilar y dejarlas correr”.

Su última arremetida, la batalla decisoria que le jugó a la muerte —ya para entonces una vecina que asediaba diariamente—, fue su novela Caín, escrita en cuatro meses y publicada con polémica en 2009. “Cuando el señor, también conocido como dios, se dio cuenta de que a adán y eva, perfectos en todo lo que se mostraba a la vista, no les salía ni una palabra de la boca ni emitían un simple sonido, por primario que fuera, no tuvo otro remedio que irritarse consigo mismo, ya que no había nadie más en el jardín del edén a quien responsabilizar de la gravísima falta”, fue con esta frase inaugural de su novela, exacerbando el humor que había habitado en toda su obra, con la que Saramago apagó su voz literaria. Era de esperarse que este hombre ni siquiera en los bordes de la vida, cuando los fantasmas más lejanos y fantásticos del cielo y el infierno acechan, se rebajara a coquetear con su prosa para ganar alguna redención para su alma. “Incluso un libro considerado sagrado, como la Biblia, permite —y exige— que intentemos leerlo por el otro lado. Y ese otro lado siempre rectifica ideas que teníamos, así como confirma otras”, dijo Saramago durante los lanzamientos del libro. “Caín es humillado por Dios, y mata a su hermano porque no puede matar a Dios, que es lo que quisiera”, dijo una vez más Saramago con las mismas convicciones que lo habían llevado en 1991 a publicar El Evangelio según Jesucristo , obra por la que abandonó su Portugal natal y fue a vivir a España.

Este sábado su cuerpo regresa a Portugal, sin vida, sin el aliento de su lenguaje, pero, como dice el escritor Sergio Ramírez, siendo aún “la conciencia de la literatura, una voz con consecuencia, un escritor de su tiempo y para la posteridad, que ya lo aguardaba desde hace rato. Y un amigo entrañable, de sonrisa dulce y acogedora, un tanto irónica siempre, viejo rebelde con causa”.

La cabeza del escritor José Saramago descansó este viernes en su ataúd sobre un paño bordado con la frase “Estaremos extrañamente conectados a la bondad del mundo”, que le envió un lector desde Argentina, y su esposa leyó un fragmento justamente de El Evangelio según Jesucristo.

Los restos mortales del Premio Nobel de Literatura José Saramago serán incinerados en Portugal y una parte de sus cenizas se depositarán en su pueblo natal, Azinhaga, y otra se enterrará junto a un olivo de su casa de Lanzarote.

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Angélica Gallón Salazar | EL ESPECTADOR

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